"La vida es algo horrible, pero cuando entra en las canciones se convierte en algo bello".
Esta
es la historia de una canción.
Y
ni siquiera es una canción buena, a pesar de su melodía pegadiza y sus
acertadas frases en el estribillo (no, no es These Days –These Days sí es una
gran canción-); pero aquí la calidad no importa. Sí que importa su título, del
que tardé casi tres años en conocer (que no comprender) el significado. Ocurrió
hace dos cursos, cuando solía entrar a la soporífera asignatura de Historia
Contemporánea en el Auditorio 2 de la Facultad de Filosofía y Letras de Granada
cruzándome con las alumnas de segundo de Filología Inglesa que lo abandonaban.
Yo
era el primero de mi clase en llegar y el único que lo hacía antes de que
su lección terminase (porque no tenía
ninguna materia en la hora anterior), así que estaba solo esperando en la
puerta. Tengo que hacer un inciso para comentar que últimamente, poniendo cosas
de mi pasado en orden y viendo mi vida de manera disociada, como una película,
me he dado cuenta de que siempre he estado solo por diversos motivos: desde el
hecho de ser hijo único hasta lo poco que siento que me suele aportar la gente
(incluso a menudo me siento más solo estando en compañía). Y lo más curioso
es que casi nunca me he sentido así. Supongo que esa indolencia es algo que
debería preocuparme...
Pero
volviendo a las de Filología Inglesa, creo que nunca he visto una clase con
tantas chicas guapas (además, eran solamente chicas –cuarenta o cincuenta-).
Obviamente, a su salida había cruce de miradas y cuchicheo, aunque la
cotidianeidad nunca se materializó siquiera en un tímido saludo. Sí que ocurrió
con la profesora, que, ordenadísima como corresponde a toda “guiri”, no
solamente terminaba la lección cinco minutos antes, sino que aprovechaba ese
tiempo para quedarse en la mesa tomando notas, mientras yo entraba en el
auditorio.
Tras
saludarnos educadamente varios días seguidos (ya que, como digo,
estábamos a solas unos minutos) me aventuré a preguntarle qué significaba “Whole
lot of Leavin’”, pues intuía que se trataba de un juego de palabras. Ella,
amablemente, accedió a responderme y junto al título que yo escribí en la
pizarra, añadió “Whole lot of Lovin’”, y me explicó que suponía que tendría
su origen en una vieja canción de este último nombre (de “Lleno de Amor” a
“Lleno de Abandonos”).
Entonces descubrí que durante dos años, sin quererlo, había sido reduccionista
con el tema. Primero este había supuesto la banda sonora perfecta de un intenso amor
de verano, y luego se convirtió en la de todas las rupturas (“I close my eyes
& picture your hands on mine, I still hear your voice that takes me back to
that time...”). En youtube una traducción sí se acercaba algo más, al ser poco
literal y subtitularla “todo el mundo se está yendo”... Sin embargo, en
ese momento entendí que tenía un sentido mucho más amplio, más allá de las
relaciones de pareja, que se me escapaba.
Ha
sido ahora (año 2012) cuando lo he comprendido. Como digo, estos meses intento
colocar las piezas de mi vida en orden tras buscarme a mí mismo durante más de diez
años, y recuerdo que cuando era adolescente me sentía la versión española de
ese chico solitario que en las películas va en monopatín con una camiseta de
manga corta sobre otra de manga larga. Veía la vida como algo ajeno, y ello
solo me disgustaba relativamente, pues me prometía, por ejemplo, que nunca
haría lo que hacían los demás; me prometía, en resumen, que nunca sería como
los demás. Y me enamoraba de chicas que veía inalcanzables, de las que ni
siquiera sabía su nombre.
Y
me doy cuenta de que pocas cosas ha cambiado: me enorgullezco de que me
califiquen de “raro”; continúo siendo un experto en acciones a destiempo y
retiradas a tiempo; me sigo sintiendo más solo con mucha gente que con la
persona indicada; y, salvo en contados amaneceres en compañía, tengo la
desesperante costumbre de querer estar en un sitio distinto a aquel en el que me encuentro ("I wish that I could be in another time & place, with someone
else’s soul, with someone else’s face”).
Pero,
sobre todo, y en lo que a la canción se refiere, veo cómo los demás (chicas, amigos,
etc.) siguen su camino, dejándome, ahora sí, no con sensación de soledad, pero
sí de un cierto abandono; como un corredor que no arrancase ante el disparo del
juez porque se quedase meditando y tomando notas antes de avanzar, presa
del perfeccionismo. Busco ese algo más, esa autenticidad, y el resultado es contrario al esperado. ¿Será que ellos no han dudado ni pulido tanto y esa
mediocridad es precisamente la clave de la felicidad? Es probable. Y empiezo a admitirme que quizá yo sea demasiado
complicado como para alcanzarla nunca.
Porque, efectivamente,
aun habiéndolo intentado en algunos aspectos, doce años de maduración apenas han cambiado mi esencia. Y no sé si eso debería preocuparme o consularme, pero sí que creo que en cierto modo es normal.
¿Acaso no somos aquello de lo que huimos?
¿Acaso no somos aquello de lo que huimos?
Madrugada del 13 al 14 de agosto de 2012, después de un concierto
(“There’s something in the air, there’s magic in the
night...”).
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